jueves, 28 de abril de 2011

Aventura y orden.

Cada momento es nuevo. No es necesario trepar a ninguna montaña de difícil acceso, ni viajar al lugar mas remoto para encontrarse con los sucesos renovados que la vida ofrece. Si uno presta verdadera atención, la misma vida cuenta con un sin fin de situaciones y acontecimientos que harían avergonzar al paquete turístico mas extremo y exótico. Pero consideramos y construimos nuestra vida diaria como un paisaje llano y gris, creyendo que la seguridad nos encontrará en ese árido lugar, ese lugar conocido.
En algún descanso o luego del  trabajo, el fin de semana o en vacaciones, huimos despavoridos en busca de esa exaltación de descubrir lo nuevo en el cambio parcial del hábito, con la seguridad de que luego volveremos a aquella pequeña prisión de esquemas mentales, horarios absurdos, de normas y rutinas, esa estructura siempre endeble, frágil, ante el constante e incansable movimiento de los acontecimientos internos y externos, que como un sólo movimiento, sin fisuras, aceitado y preciso, actúa en un orden precioso. ¿Será que el orden poco tiene que ver con una estructura mental del que oficia de ordenador según su orden, su gusto, su obsesiva mecánica neurótica, su egocentrismo incandescente? Si uno sacude el lodo en el fondo del agua, el agua se enturbia. Y si uno luego trata de corregir lo que ha hecho metiendo aún mas la mano, revolviendo y revolviendo, no permite que el agua aclare. Si uno deja de meter la mano, de revolver tanto, de jugar ese juego esquizofrénico ansioso y contemporáneo, observa como el lodo se asienta, y la claridad regresa. Si uno mismo viera con una visión libre, sin ningún tipo de apego o rechazo, uno es orden, y si uno es orden sabe cuando y como actuar. Pero si vivimos agitando el lodo nunca vamos a ver con claridad, nunca vamos a saber por nosotros mismos que cosa va en que lugar en que momento. Nunca vamos a saber por nosotros mismos que es lo mas importante, que es lo esencial. Y si no vivimos en nosotros que es lo esencial dedicaremos toda nuestra vida al lo superfluo, arrastrando con nosotros la sensación de vacío absoluto que eso conlleva y la inevitable e insaciable necesidad de llenarlo.